La fiebre del oro (por Jaime Gamboa)

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Tomado de La Nación

Tinta fresca

La fiebre del oro
Sin duda, este es un asunto de interés público
Jaime Gamboa | proa@nacion.com

Pensemos en la fabulosa depredación de las entrañas de la tierra que vino tras la conquista de América por los españoles, con su secuela de millones de indígenas esclavizados en las minas de plata, desde Potosí hasta Guanajuato. O pensemos en aquella famosa “fiebre” que en el siglo XIX llevó a miles a perderse en las montañas y ríos de California, con tal de hallar la veta de oro que los sacara de pobres. Ninguno de esos momentos se compara con el que estamos viviendo.

La mayor fiebre del oro comenzó hace unos 50 años, con el despegue de la minería a cielo abierto. Este hecho tuvo que ver con la adopción del método llamado “extracción de oro por lixiviación con cianuro”, una tecnología tan revolucionaria que, desde los años 60, las compañías mineras han logrado extraer más oro que el que se había obtenido a lo largo de toda la historia humana antes de esa fecha.

El cianuro permite sacar –casi literalmente– oro de las piedras. Eso sí, para poder hacerse, digamos, un anillito más o menos respetable, podría ser necesario extraer, machacar y rociar con cianuro varias toneladas de piedra. Una vez separadas las minúsculas partículas doradas, más pequeñas que granos de azúcar, las toneladas de material sobrante son desechadas. Esa monstruosa desproporción entre el volumen de la materia prima y la cantidad de oro resultante, hace que las minas a cielo abierto sean gigantescos y desolados cráteres de decenas o centenares de hectáreas. Las más grandes son visibles desde el espacio.

Pero más allá del deterioro del paisaje y de la sustitución de una rica capa vegetal y de especies de vida silvestre, por pedregales sin vida y lagunas rebosantes de metales pesados y otros materiales tóxicos, los peligros de esta práctica han sido ampliamente advertidos alrededor del mundo. Sus defensores alegan que aún no se ha documentado la muerte de ninguna persona debido a la inhalación, contacto o filtración de cianuro en estas minas, pero ocultan los datos sobre los derrames de este veneno, que han producido catástrofes como la de Baia Mare, en Rumania, considerada el peor desastre ecológico desde Chernobyl.

Sin duda, la dispersión de toneladas de cianuro en el ambiente, al cabo de diez o veinte años, podría ser el peor negocio para un país como el nuestro, cuya mayor fuente de ingreso procede del frágil prestigio que aún ostentamos como nación protectora de la naturaleza.

Al igual que nuestro Presidente, pero por razones inversas, pienso que este es un asunto de “interés público”. Ojalá que la Sala IV ponga las cosas en su sitio esta vez.

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